Análisis
Por Luz Marina López Espinosa - Alianza de Medios y Periodistas por la Paz
Los presos políticos, como un cometa insomne que cruzara el firmamento, atraviesan cada noche la geografía del mundo cubriendo con su presencia acusadora la cartografía del poder. Y evidente es, loca paradoja, que su trashumancia no riñe con su confinamiento entre los infames barrotes.
Son ellos como una luz cuya florescencia confronta y abruma las satisfechas poltronas del poder, allí donde se asienta la mezquindad del hombre. Porque en ningún campo –entre los muchos que son-, muestra el poder, sobre todo el ejercido por los menos contra los más en obsequio de sus deidades de oro, la mala tesitura de su espíritu. Que no es problema sentimental, ni de la víscera precordial a veces tan injustamente denostada. Es problema ideológico, de concepciones políticas y económicas, y de un Estado siervo de esta. No son por minucias los grilletes y cadenas, las rejas y los azotes, los calabozos infectos y pestilentes.
La extraordinaria fuerza testimonial que emana del preso político, trasciende por sobre las condiciones de crueldad refinada a las que lo somete el carcelero. Tal la libertad y el triunfo de esos prisioneros, de las que no gozan sus contrarios cuando por “una fallo en el sistema”, caen en reclusión. Y es preciso anotar que el carcelero no es el pobre hombre cuyo mezquino destino es aplicar palos, cerrar aldabones y asegurar picaportes, quien apenas realiza el designio de algo que tiene que ser así porque si no, no fuera. Él es la opresión esencial de los regímenes de clases contra los hijos del suelo que se le oponen. Los presos políticos son entonces la forma de ser de esos regímenes. Sin ellos, no pueden existir. Condición del poder en las sociedades donde unos dominan y explotan y otros son dominados y explotados. Así se reconozcan y reclamen democráticas.
Pero como la existencia de esa categoría de presos es algo que abochorna y claro, desvirtúa la alegada calidad de democrático, lo primero que hacen las instancias oficiales es negarlos. Así, ellos sufren una primera vulneración, duro escollo para su reivindicación y defensa: no existen. Más como de hecho existen –salvo los más feroces gobiernos que simplemente los desaparecen para no lidiar con el problema-, los Estados “democráticos” los reconocen pero como criminales de derecho común; y no simples ladrones o violadores, “honor que les haríamos”, sino de otra peor estirpe. Inclusive los “demócratas” que nunca han creído en tal concepto porque saben que ineludible subyace en la formación social que usufructúan, ahora no se quitan de la boca –y se santiguan al pronunciarlo- el término “crímenes de lesa humanidad” para decir el por qué, de esos sujetos que tantos y en tan malas condiciones recluye en sus galeras. Es el problema de las apariencias. La ley, las constituciones, los tratados y los discursos todos, sólo instrumentos de la dominación. Sin importar –cosa baladí-, qué diga la letra, que no hay que tomarse el trabajo de leer. Siempre y en toda circunstancia, el criminal es el otro.
En Colombia es ya proverbial la figura del Preso Político. Miles de ellos en sus diferentes categorías: desde el prisionero de guerra y el opositor político, hasta el de conciencia puro recluido por su forma de ser, de pensar o de pertenecer; y el simplemente víctima de una celada judicial. Todos luchando contra la negación, discriminación y especiales vejaciones de las que se les hace víctimas, en un sistema carcelario militarizado en aplicación de la figura del “derecho penal del enemigo”. Enfrentando un sistema judicial rehén y apéndice del ejecutivo a través de sus organismos policiales, ejecutivo que para mayor despotismo impuso a su vez al parlamento leyes inicuas. Para así, enfrentados a ese Leviatán, verse los presos en una maraña de tipos penales abiertos, ambiguos y duplicados, que permiten que una sindicación por Rebelión al mismo tiempo lo sea por concierto delictivo, terrorismo, porte de armas y uso de insignias de la fuerza pública. Conclusión? La proscrita cadena perpetua, dosificada, bien aspectada y pulcramente procesada, con acatamiento –alegan- de los principios de legalidad y el debido proceso.
Los presos políticos en Colombia y por lo común en el mundo, cuando padecen enfermedades graves que no son mortales, el Estado se encarga de que lo sean. Les niega la atención y tratamiento que requieren, y cuando ya el “interno” agoniza, cuando está seguro de que su ida es irreversible, lo envía a un hospital. Muere en cama blanda y con los paliativos médicos del momento postrero. Así acaba de ocurrir en Colombia -entre muchos, con Juan Camilo Lizarazo. Pasa con los vascos etarras en España y Francia, con los independentistas de Puerto Rico penando por querer a su patria libre, con los zapatistas en México, los cinco cubanos en garras del imperio, los chechenos en Rusia, los patriotas iraquíes en Abu Grahib, los afganos, los mapuches y capítulo aparte, con los islamistas confinados en el horror de Guantánamo, del que sólo son capaces los que lo fueron de lanzar dos bombas atómicas sobre inermes poblaciones civiles.
Por eso, Carlos Marx, ese sabio hombre de quien se dijo que nada de lo humano le era ajeno, dijo:
“La crueldad, como todas las cosas de este mundo, tiene modalidades que varían según el tiempo y el lugar: César; hombre de cultura refinada, cuenta con todo candor cómo da a orden de cortarle la mano derecha a varios miles de guerreros galos”.
Y después descubrió también Federico Nietzche que “la crueldad es uno de los placeres más antiguos de la humanidad.”
Y en medio de ello y a pesar de ello, los presos políticos en Colombia y en el mundo, estudian, escriben, hacen teatro, elaboran propuestas de una patria mejor y hasta animan procesos sociales del exterior. ¡Y envían cartas estimulando a quienes están afuera! Y le dicen al carcelero que más dura es su prisión porque su única esperanza es la paga, y ellos sí no se liberan de los barrotes en la noche porque no tienen sueños de libertad.
Por Luz Marina López Espinosa - Alianza de Medios y Periodistas por la Paz
“¿Que hice para que pusieran en mi vida tanta cárcel? ”Miguel Hernández
Los presos políticos, como un cometa insomne que cruzara el firmamento, atraviesan cada noche la geografía del mundo cubriendo con su presencia acusadora la cartografía del poder. Y evidente es, loca paradoja, que su trashumancia no riñe con su confinamiento entre los infames barrotes.
Son ellos como una luz cuya florescencia confronta y abruma las satisfechas poltronas del poder, allí donde se asienta la mezquindad del hombre. Porque en ningún campo –entre los muchos que son-, muestra el poder, sobre todo el ejercido por los menos contra los más en obsequio de sus deidades de oro, la mala tesitura de su espíritu. Que no es problema sentimental, ni de la víscera precordial a veces tan injustamente denostada. Es problema ideológico, de concepciones políticas y económicas, y de un Estado siervo de esta. No son por minucias los grilletes y cadenas, las rejas y los azotes, los calabozos infectos y pestilentes.
La extraordinaria fuerza testimonial que emana del preso político, trasciende por sobre las condiciones de crueldad refinada a las que lo somete el carcelero. Tal la libertad y el triunfo de esos prisioneros, de las que no gozan sus contrarios cuando por “una fallo en el sistema”, caen en reclusión. Y es preciso anotar que el carcelero no es el pobre hombre cuyo mezquino destino es aplicar palos, cerrar aldabones y asegurar picaportes, quien apenas realiza el designio de algo que tiene que ser así porque si no, no fuera. Él es la opresión esencial de los regímenes de clases contra los hijos del suelo que se le oponen. Los presos políticos son entonces la forma de ser de esos regímenes. Sin ellos, no pueden existir. Condición del poder en las sociedades donde unos dominan y explotan y otros son dominados y explotados. Así se reconozcan y reclamen democráticas.
Pero como la existencia de esa categoría de presos es algo que abochorna y claro, desvirtúa la alegada calidad de democrático, lo primero que hacen las instancias oficiales es negarlos. Así, ellos sufren una primera vulneración, duro escollo para su reivindicación y defensa: no existen. Más como de hecho existen –salvo los más feroces gobiernos que simplemente los desaparecen para no lidiar con el problema-, los Estados “democráticos” los reconocen pero como criminales de derecho común; y no simples ladrones o violadores, “honor que les haríamos”, sino de otra peor estirpe. Inclusive los “demócratas” que nunca han creído en tal concepto porque saben que ineludible subyace en la formación social que usufructúan, ahora no se quitan de la boca –y se santiguan al pronunciarlo- el término “crímenes de lesa humanidad” para decir el por qué, de esos sujetos que tantos y en tan malas condiciones recluye en sus galeras. Es el problema de las apariencias. La ley, las constituciones, los tratados y los discursos todos, sólo instrumentos de la dominación. Sin importar –cosa baladí-, qué diga la letra, que no hay que tomarse el trabajo de leer. Siempre y en toda circunstancia, el criminal es el otro.
En Colombia es ya proverbial la figura del Preso Político. Miles de ellos en sus diferentes categorías: desde el prisionero de guerra y el opositor político, hasta el de conciencia puro recluido por su forma de ser, de pensar o de pertenecer; y el simplemente víctima de una celada judicial. Todos luchando contra la negación, discriminación y especiales vejaciones de las que se les hace víctimas, en un sistema carcelario militarizado en aplicación de la figura del “derecho penal del enemigo”. Enfrentando un sistema judicial rehén y apéndice del ejecutivo a través de sus organismos policiales, ejecutivo que para mayor despotismo impuso a su vez al parlamento leyes inicuas. Para así, enfrentados a ese Leviatán, verse los presos en una maraña de tipos penales abiertos, ambiguos y duplicados, que permiten que una sindicación por Rebelión al mismo tiempo lo sea por concierto delictivo, terrorismo, porte de armas y uso de insignias de la fuerza pública. Conclusión? La proscrita cadena perpetua, dosificada, bien aspectada y pulcramente procesada, con acatamiento –alegan- de los principios de legalidad y el debido proceso.
Los presos políticos en Colombia y por lo común en el mundo, cuando padecen enfermedades graves que no son mortales, el Estado se encarga de que lo sean. Les niega la atención y tratamiento que requieren, y cuando ya el “interno” agoniza, cuando está seguro de que su ida es irreversible, lo envía a un hospital. Muere en cama blanda y con los paliativos médicos del momento postrero. Así acaba de ocurrir en Colombia -entre muchos, con Juan Camilo Lizarazo. Pasa con los vascos etarras en España y Francia, con los independentistas de Puerto Rico penando por querer a su patria libre, con los zapatistas en México, los cinco cubanos en garras del imperio, los chechenos en Rusia, los patriotas iraquíes en Abu Grahib, los afganos, los mapuches y capítulo aparte, con los islamistas confinados en el horror de Guantánamo, del que sólo son capaces los que lo fueron de lanzar dos bombas atómicas sobre inermes poblaciones civiles.
Por eso, Carlos Marx, ese sabio hombre de quien se dijo que nada de lo humano le era ajeno, dijo:
“La crueldad, como todas las cosas de este mundo, tiene modalidades que varían según el tiempo y el lugar: César; hombre de cultura refinada, cuenta con todo candor cómo da a orden de cortarle la mano derecha a varios miles de guerreros galos”.
Y después descubrió también Federico Nietzche que “la crueldad es uno de los placeres más antiguos de la humanidad.”
Y en medio de ello y a pesar de ello, los presos políticos en Colombia y en el mundo, estudian, escriben, hacen teatro, elaboran propuestas de una patria mejor y hasta animan procesos sociales del exterior. ¡Y envían cartas estimulando a quienes están afuera! Y le dicen al carcelero que más dura es su prisión porque su única esperanza es la paga, y ellos sí no se liberan de los barrotes en la noche porque no tienen sueños de libertad.
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